¿Qué ha quedado de la Primavera Árabe?

Hoy publico en el diario alicantino Información sobre lo que ha quedado de las primaveras árabes cinco años después, coincidiendo con el acto que celebraremos esta tarde en la Sede la UA en la ciudad y en el que contaremos con dos reconocidos especialistas en la materia como son la periodista Olga Rodríguez y el ensayista Santiago Alba. 

Es sabido que desde el estallido de la denominada Primavera Árabe, ahora hace cinco años, el mundo árabe se encuentra en estado de shock. Los vientos de esperanza que anunciaron las movilizaciones antiautoritarias que se extendieron por Túnez, Egipto y otros puntos de la geografía árabe se han detenido bruscamente dejando paso a un escenario sombrío marcado por la violencia y los conflictos, especialmente dramáticos en los casos de Siria, Libia y Yemen donde existe un evidente riesgo de colapso estatal y división territorial. 
Aunque se ha convertido en un lugar común escuchar todo tipo de teorías conspiratorias sobre la existencia de una mano oculta tras dichas revueltas populares, lo cierto es que las grandes manifestaciones que tomaron las calles de buena parte de las capitales árabes en 2011 fueron una muestra espontánea de descontento ante los desmanes de sus gobernantes. Los Ben Ali, Mubarak, Gadafi, Saleh o Al Asad de turno, la mayoría de ellos militares que se habían hecho con los resortes del estado habían erigido verdaderas cleptocracias que, para perpetuarse en el poder, recurrieron cada vez más a sus poderosos servicios de inteligencia que persiguieron a toda voz crítica, con independencia de su orientación ideológica. Hasta que la situación estalló y la población reclamó con una sola voz la caída de estos regímenes.


El principal beneficiado de esta nueva coyuntura fueron los movimientos islamistas –Ennahda en Túnez y los Hermanos Musulmanes en Egipto– que disponían de una sólida implantación y gozaban de amplias simpatías entre la población a pesar de su sistemática persecución. Con su lema «El islam es la solución» lograron imponerse en las elecciones, pero fracasaron a la hora de traer la ansiada estabilidad y generar crecimiento económico. A la larga ambos serían desalojados del gobierno, los primeros por la vía democrática y los segundos por medio de un golpe militar. Su gestión demostró que ninguno de ellos estaba lo suficientemente preparado ni dispuso de los recursos necesarios para resolver los agudos problemas sociales, económicos y políticos que padecían ambos países. Tampoco ayudaron las trabas puestas por algunas petromonarquías del Golfo, que vieron con auténtico pánico la posibilidad de que fraguase el experimento democrático. La Unión Europea, por su parte, prefirió mirar hacia otro lado en lugar de involucrarse para que las transiciones democráticas se asentasen.
Otros países corrieron peor suerte, ya que Libia, Yemen y Siria cayeron en conflictos armados y guerras civiles. En los dos primeros casos se puso de manifiesto que las dictaduras de Gadafi y Saleh se habían empleado a fondo por crear un Estado a su completa medida, tejiendo redes clientelares entre las tribus y las diferentes elites y, al mismo tiempo, impidiendo el establecimiento de partidos opositores y ahogando la formación de una sociedad civil. El Estado, en ambos casos, eran ellos y su desaparición condujo irremediablemente al colapso estatal. En el caso de Siria, Al Asad evidenció que no estaba dispuesto a abandonar el poder a cualquier precio. Su política de tierra quemada ha destruido buena parte del país y provocado más de 350.000 muertes, así como el desplazamiento forzoso de la mitad de la población. 

Estas condiciones caóticas crearon el sustrato adecuado para el surgimiento del autodenominado Estado Islámico. Dicho grupo, que domina amplias zonas tanto en Siria como en Irak, profesa una visión apocalíptica del mundo y considera que el día del Juicio Final está próximo. Otras de sus señas de identidad es el llamamiento a la yihad para extender sus dominios e imponer a las poblaciones su rigorista y violenta proyecto político-religioso. También Occidente se ha convertido en blanco de sus ataques, tal y como demostraron los ataques de París el pasado 13 de noviembre. La meteórica expansión de este grupo yihadista fue facilitada por el clima de creciente sectarismo que se vive en Oriente Medio y que ha sido alentado por Irán y Arabia Saudí, que se presentan como defensores del Islam chií y sunní respectivamente, pero que en realidad están más preocupados por preservar sus intereses estratégicos que por cualquier otra consideración.

Por todo ello cabe concluir que la Primavera Árabe ha abierto la caja de los truenos en el mundo árabe. Los países occidentales también tienen su parte de responsabilidad, que no es pequeña, en este desalentador escenario, puesto que durante décadas respaldaron a estos gobiernos autoritarios con el pretexto de que garantizaban la estabilidad. La peor parte se la lleva, sin duda, Estados Unidos, cuya desastrosa intervención en Irak destruyó las estructuras estatales e impuso un Estado sectario en el que los sunníes han sido sistemáticamente discriminados. Hoy en día recogemos los amargos frutos de esta nefasta cosecha.

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