Guerra fría en Oriente Próximo
Aquí os dejo mi último artículo publicado por el diario El País: 'Guerra fría en Oriente Próximo'.
Oriente Próximo ha entrado en una nueva era tras el acuerdo alcanzado
en Viena entre Irán y el G5+1, por el cual Irán se compromete a limitar
su actividad nuclear durante la próxima década y consigue, a cambio, el
levantamiento de las sanciones internacionales. Una de las incógnitas
por despejar es si dicho acuerdo aliviará la situación en Siria, Irak o
Yemen o, por el contrario, agudizará la guerra fría que libran Irán y
Arabia Saudí por la hegemonía regional.
No es ningún secreto que ambos países mantienen una tormentosa
relación desde el triunfo de la Revolución Islámica. Las relaciones
bilaterales se han visto afectadas por el antagonismo
religioso-ideológico y la competencia geo-estratégica, dado que ambos
actores se perciben a sí mismos como los líderes naturales de la región.
Aunque a menudo se suele describir esta relación conflictiva como una
lucha entre suníes y chiíes, en realidad la confrontación va mucho más
allá, pues también supone la colisión de dos modelos irreconciliables:
el revolucionario y antiimperialista iraní versus el conservador y prooccidental saudí.
La invasión estadounidense de Irak en 2003 hizo saltar por los aires los equilibrios regionales vigentes hasta el momento siendo Irán el principal beneficiado de la implantación de un Estado sectario controlado por los chiíes, que desplazaron a la élite baazista suní en Bagdad. Las revueltas antiautoritarias de 2011 evidenciaron la debilidad de los regímenes autoritarios, pero también sumergieron a la región en una inestabilidad crónica. Desde entonces, países como Irak, Siria o Yemen viven inmersos en una espiral de violencia sin precedentes caracterizada por la descomposición del Estado central, las tensiones étnico-sectarias y la expansión yihadista.
La invasión estadounidense de Irak en 2003 hizo saltar por los aires los equilibrios regionales vigentes hasta el momento siendo Irán el principal beneficiado de la implantación de un Estado sectario controlado por los chiíes, que desplazaron a la élite baazista suní en Bagdad. Las revueltas antiautoritarias de 2011 evidenciaron la debilidad de los regímenes autoritarios, pero también sumergieron a la región en una inestabilidad crónica. Desde entonces, países como Irak, Siria o Yemen viven inmersos en una espiral de violencia sin precedentes caracterizada por la descomposición del Estado central, las tensiones étnico-sectarias y la expansión yihadista.
De esta forma, Irán pretende apuntalar un arco chií que va desde Irán
hasta Líbano pasando por Irak y Siria e, incluso, extenderlo a otros
países de la península arábiga con población chií, ya sea mayoritaria
como en Bahréin o minoritaria como en Yemen. En este cuadro, Siria
representa una primera línea de defensa para el mantenimiento de la
influencia iraní en Oriente Próximo. De ahí el decisivo apoyo financiero
y la vital asistencia militar que Teherán ha prestado a Damasco,
indispensable para la supervivencia política de Bachar el Asad.
Consciente de todo lo que se jugaba, Arabia Saudí tampoco se ha
quedado de brazos cruzados. Tras el inicio de la primavera árabe, Riad
movilizó todos sus recursos para desactivar unas revueltas que, con sus
demandas de libertades y de justicia social, suponían un auténtico
órdago para el propio reino. Para cortar de raíz un posible efecto
contagio se pusieron en marcha una serie de medidas encaminadas a
garantizar la paz social, entre ellas el alza de salarios, el incremento
de los subsidios, la oferta de empleos en la Administración y la
construcción de viviendas públicas. A la vez se intensificaron las
políticas sectarias en el interior del país con el objeto de indisponer a
la mayoría sunní contra la minoría chií, retratando a esta última como
una quinta columna iraní que pretendía desestabilizar el país y propagar
el caos.
En el exterior, el régimen saudí actuó de manera enérgica cuando los
vientos revolucionarios se aproximaron a la península arábiga, no
dudando en enviar sus tropas a Bahréin para evitar la caída de los
Khalifa, cuya autoridad había sido puesta en tela de juicio por las
protestas de la mayoría chií. En Egipto, un país clave por su posición
geoestratégica y su peso demográfico, Arabia Saudí se alió con los
sectores contrarrevolucionarios y los militares para hacer fracasar la
transición pilotada por los Hermanos Musulmanes. Un eventual éxito de
este experimento islamista podría haber cuestionado la propia
legitimidad del sistema de Gobierno saudí, por lo que era imprescindible
frenar en seco a Morsi, quien fue desalojado del poder por Abdel Fattah
al-Sisi, que no tardó en convertirse en el nuevo hombre fuerte de
Egipto con el beneplácito saudí.
En Siria, Arabia Saudí financió a la oposición y a los rebeldes
contrarios a el Asad. Este apoyo era compatible con las prioridades de
la política regional saudí basada en la contención de Irán y el
debilitamiento de los Hermanos Musulmanes. Este respaldo económico,
militar y logístico saudí se encaminó a los grupos salafistas integrados
en el Frente Islámico, algunos con una agenda claramente sectaria, que
ejercían de contrapeso al yihadista Estado Islámico, en cuyas filas
combatían centenares de saudíes. La estrategia saudí pasa por evitar el
surgimiento de un liderazgo sirio fuerte y cohesionado, ya que pretende
mantener a los rebeldes sirios lo suficientemente fragmentados y
atomizados como para garantizar su lealtad y obediencia.
Por último, Yemen representa un caso particular, puesto que ocupa la
puerta trasera del reino y, por tanto, Arabia Saudí ha reaccionado con
más determinación para evitar que dicho país caiga en la órbita de
influencia de Irán. El rey Salmán no ha dudado en ponerse al frente de
una intervención militar, bautizada como Tormenta Decisiva,
junto a otros miembros del Consejo de Cooperación del Golfo con el
propósito de frenar el avance de los rebeldes Huthi, de confesión chií,
que tras conquistar Saná se hicieron con el control del estratégico
puerto de Adén.
En todos y cada uno de los escenarios analizados, la descomposición
estatal y la consiguiente fragmentación territorial se han convertido en
un polo de atracción para los yihadistas. Por eso es tan imperioso que
la comunidad internacional aproveche la nueva coyuntura creada por el
reciente acuerdo nuclear iraní para tratar de apaciguar las turbulentas
aguas de Oriente Próximo antes de que sea demasiado tarde y se
conviertan en un sunami imposible de domeñar.
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