Nueva era en Oriente Medio

Hoy recupero la actividad en el blog después de varios meses cerrando un nuevo libro. Mi artículo de hoy en El Correo pone el foco en el pacto nuclear iraní. Aquí os lo dejo.


El acuerdo sobre el programa nuclear iraní alcanzado ayer en Viena abre una nueva era para Oriente Medio y representa el triunfo de la diplomacia sobre la guerra. El pacto consiste, esencialmente, en la limitación del programa nuclear iraní durante los próximos diez años a cambio del levantamiento gradual de las sanciones internacionales. Las maratonianas negociaciones desarrolladas en los últimos 18 días han logrado desenredar los últimos flecos existentes. Irán se compromete a reducir sus reservas de uranio ya enriquecido en un 98% y a limitar en un 65% la actividad en sus centrales nucleares, que sólo podrán tener un uso civil. En el caso de que Irán viole dicho acuerdo, las sanciones serán restablecidas de manera inmediata. El Organismo Internacional de la Energía Atómica se encargará de inspeccionar las centrales iraníes.

El acuerdo es un rotundo éxito del presidente Barack H. Obama, que desde que llegara a la Casa Blanca ha hecho lo imposible por desligarse de la herencia envenenada que le dejara su predecesor en el cargo: George W. Bush. Debe tenerse en cuenta que la Doctrina Bush consideraba a Irán como el principal peligro para la estabilidad en Oriente Medio y el elemento central del denominado Eje del Mal. Al aceptar a Irán como interlocutor, EEUU da por sentado que «la estrategia del palo» aplicada desde la revolución islámica iraní de 1979 no ha deparado los resultados esperados y que, por lo tanto, debe replantearse. Irán se ha convertido en una potencia regional que dispone de una profundidad estratégica sin precedentes gracias a las estrechas relaciones que mantiene con Irak, Siria y Hezbollah, por lo cual es necesario también recurrir a «la estrategia de la zanahoria» para que contribuya a apaciguar la turbulenta situación que atraviesa Oriente Medio. 

Por otra parte, la Casa Blanca es plenamente consciente de que la coalición internacional formada para derrotar al autodenominado Estado Islámico ha sido un rotundo fracaso, puesto que tal grupo no sólo no ha sido descabezado, sino que además ha seguido ampliando sus dominios mediante la conquista de nuevos territorios como Palmira (a tan sólo 230 kilómetros de Damasco) o Ramadi (a un centenar de kilómetros de Bagdad). Siria e Irak, los dos feudos en los que opera el Daesh, están a punto de convertirse en Estados fallidos y probablemente el único actor capaz de evitar su descomposición definitiva sea Irán, sin cuya contribución Bashar al Asad y Haidar al Abadi habrían sido desalojados del poder desde hace tiempo.
 
El acuerdo da un balón de oxígeno a un régimen iraní extraordinariamente debilitado por las sanciones internacionales y por el descenso de los precios del crudo, del que Irán es el cuarto productor a nivel mundial a pesar de que sólo exporta un millón de barriles diarios como consecuencia del embargo que sufre. Más importante aún, es el primer paso para la normalización de relaciones entre Irán y los países occidentales, lo que podría contribuir al reforzamiento de su papel en la región. En clave interna, supone un claro éxito de los sectores reformistas y, en particular, del presidente Rohani. El levantamiento de las sanciones y la apertura comercial favorecerán, en el medio plazo, una mejora económica, que redundará en beneficio de las clases medias, partidarias de una mayor apertura política y de un reforzamiento de los poderes presidenciales frente al todopoderoso Guía Supremo Jamenei. También es un fracaso de los sectores duros y, sobre todo, de la influyente Guardia Republicana, que en un futuro podría intentar sabotear la aplicación del acuerdo si considera que pone en peligro sus privilegios. En este sentido debe tenerse en cuenta que las fundaciones religiosas controlan cerca de un 20% de la economía iraní.

Como no podía ser de otra manera, el acuerdo también tiene claros perdedores: Israel y Arabia Saudí, que paradójicamente han sido los dos principales aliados de Estados Unidos en la región desde la Guerra Fría. Ambos países han sido incapaces de adaptarse a los radicales cambios registrados en Oriente Medio desde la caída de la Unión Soviética y, en consecuencia, se han convertido en una evidente carga estratégica para la política exterior americana. Israel ocupa los territorios palestinos de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este desde hace casi medio siglo y no tiene la menor voluntad de respetar la legalidad internacional que le obliga a retirarse de ellos. Más bien al contrario, sobre el terreno está llevando a cabo una política de hechos consumados que tiene como objetivo final hacer inviable cualquier futuro Estado palestino con continuidad territorial. Arabia Saudí, por su parte, se ha embarcado en una aventura sumamente peligrosa: extender el sectarismo apoyando a grupos salafistas en buena parte del Oriente Medio, estrategia que ha llevado a la región al borde del abismo. A ello debe sumarse su decisiva contribución para hacer fracasar la Primavera Árabe y las transiciones democráticas a las que dio lugar, restaurando, tal y como ha ocurrido en Egipto, el autoritarismo mediante el apoyo al golpe militar de Sisi.

En el corto plazo, el acuerdo podría intensificar la conflictividad regional, dado que Arabia Saudí y otros países del Consejo de Cooperación de Golfo interpretan que el peso específico de Irán ha aumentado. Esto podría traducirse en un intento de recuperar el terreno perdido en los variados frentes en los que se libra actualmente la guerra fría irano-saudí y, en especial, en Siria, Irak y Yemen. De ahí la necesidad de que la comunidad internacional aproveche la nueva coyuntura para redoblar sus esfuerzos para apaciguar las tensiones irano-saudíes y estabilizar Oriente Medio.

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