Relatos de refugiados palestinos (II)


Otro relato, en esta ocasión de Umm Sabri Farji, recogido en el campamento de refugiados libanés de Nahr al-Bared en 2004. Aparece en mi artículo "Añoranza de la tierra" publicado por la revista Legado Andalusí:

"Como en una de aquellas ciudades invisibles que en su día imaginara Italo Calvino, parece que los campamentos no forman parte de este mundo. Como si flotasen en el aire o estuviesen suspendidos en el vacío, se resisten a echar raíces; quizás esperan que un soplo de viento les sacuda y les devuelva, por arte de magia, a la tierra que les vio nacer. 

En los días claros de invierno se pueden contemplar desde Nahr al-Bared los contornos de las cercanas montañas nevadas que traen un viento helado. Umm Sabri Farji nació en 1922 en Jalsa, una pequeña localidad de la Alta Galilea. Como el anterior entrevistado, se detiene en los estrechos vínculos entre los dos lados de la frontera: “Era frecuente que quienes terminaban sus estudios en los pueblos de la zona fueran a las universidades de Beirut o Trípoli. En realidad, existían muchas relaciones entre la Alta Galilea y la zona de Marj al-Zuhur”.
Al preguntarle por su infancia, afirma: “Teníamos la mejor de las vidas y la mejor de las tierras que nos daba albaricoques, granadas, higos, cerezas, plátanos, olivas y trigo... La gente vivía cien o ciento veinte años: no nos faltaba de nada. Aquello sí que era vida y no la de ahora”. Esta idea de Palestina como Edén terrenal es recurrente: “Teníamos abundante agua, gracias a Dios. No nos hacía falta abrir pozos, porque el agua descendía directamente desde las montañas por el río Hasbani. En Jalsa había una fuente llamada la fuente del Oro que remontaba su antigüedad a la época del califa Ali. Según se cuenta, su ejército estaba sediento cuando llegó a Jalsa; entonces los soldados clavaron sus espadas en el suelo y el agua brotó a raudales. Como el agua salía limpia y cristalina la llamaron fuente del Oro. Los aldeanos solíamos ir allí y sentarnos a tomar el té por las tardes. En los huertos cercanos había todo tipo de árboles frutales: albaricoques, membrillos, manzanos, granados, ciruelos... Desde Haifa se traían naranjos que plantábamos en nuestras tierras. En nuestra casa teníamos una parra que daba uvas del tamaño del pezón de una cabra. Nadie vendía ni compraba frutas, porque las puertas de las casas siempre estaban abiertas para quien quisiera”.

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