Siria: ni blanco ni negro

Ángeles Espinosa, corresponsal de El País en Oriente Medio, publicaba hace unos días "Ni blanco ni negro", una entrada en su recomendable blog A vueltas con el Golfo.

"Lo confieso: Tengo dudas. Me cuesta ver las cosas en blanco y negro, tomar partido, formar parte de un bando. Tal vez por eso nunca he apoyado a un equipo de fútbol, de baloncesto o de balonmano. Tampoco me he hecho socia de un club, ni he militado en un partido político. Tiendo a obsesionarme con los matices, e incluso cambio de opinión cuando encuentro nuevos datos.

Sí, es mi problema, pero me complica la vida y el trabajo. Envidio a esos colegas y analistas que ante una noticia, cualquier noticia, enseguida deciden quiénes son los buenos y quiénes los malos. Envidio a quienes apoyan sin dudar la intervención en Siria y a quienes la rechazan sin paliativos; a los que defienden el ataque militar a Irán y a los que se oponen con firmeza a la menor coacción. Es decir, a los que lo tienen claro. Al principio pensaba que era una cuestión de experiencia. Cuanto más conozcas un tema, más fácil será adoptar una determinada posición al respeto. Pues no. Con los años, mi incertidumbre se ha agrandado.

Pongamos el caso acuciante de Siria, donde la brutal represión a las movilizaciones contra la dictadura ha dejado ya miles de muertos. Lo consideré un horror desde el principio, sin necesitar que se superara una determinada cifra. Un muerto por expresar libremente su opinión o reclamar el derecho a ser escuchado, ya me parece demasiado. No necesito que haya 3.000 o 7.000 para conmoverme. Ahora bien ¿intervenir al estilo de lo que se hizo en Libia?

Mientras en la prensa europea y estadounidense, nuestros políticos y comentaristas más respetados se vanagloriaban del éxito de la campaña aérea en acabar con el régimen de Gaddafi, lo que yo oía y leía en esta parte del mundo era muy diferente. “¿De verdad 50.000 libios muertos les parecen un éxito?”, me preguntaban amigos y conocidos que no eran precisamente sospechosos de simpatizar con el dictador libio. Su asesinato fue otro episodio que alguno de ellos me echó en cara (figuradamente hablando).
 
Para muchos de ellos, nuestro apoyo a la operación aérea tenía algún objetivo oculto o inconfesable fuera el petróleo, el deseo de instalar bases o la perspectiva de un régimen favorable. Desconfiaban de que, no nosotros, la gente de a pie, sino nuestros gobiernos respaldaran de forma generosa los anhelos democráticos de los libios u otros árabes. (Como también desconfían de las intenciones de Arabia Saudí o Qatar, convertidos de repente en adalides de determinadas revueltas árabes.) ¿Por qué ahora y no antes?

No tenía respuesta y dudo de que alguien tenga una convincente, pero se me ocurrió que mejor tarde que nunca. La cuestión se convierte entonces en cómo. A la vista de que ni la presión diplomática ni las sanciones económicas han logrado evitar las matanzas de Homs, Deraa, Idlib y tantas otras ciudades sirias, parece razonable apoyar lo que se ha dado en llamar “intervención humanitaria” para frenar el baño de sangre. Razonable y humano.

Sólo que como periodistas no podemos dejarnos llevar por el buenismo. Tenemos que reflexionar y plantearnos también las consecuencias de esa eventual actuación. ¿Al intervenir para atajar un daño, no se causará otro mayor? Si además de frenar las muertes no se logra una solución política sostenible, la injerencia sólo intensificará el conflicto. Es decir, se corre el riesgo de causar más muertes de las que se pretenden evitar. No es teoría. Hay ejemplos recientes. Desde el desastre de la intervención estadounidense en Somalia en 1993 hasta los más recientes de Afganistán e Irak. Incluso el vecino Líbano, en el que la propia Siria intervino a favor de sucesivos grupos, se ha visto el rechazo que genera el régimen sirio como consecuencia.

¿Quiere eso decir que no hagamos nada? En absoluto. Pero dos errores no hacen un acierto. Y no estoy convencida de que la intervención extranjera solucione la fractura que ha salido a la superficie en la sociedad siria. Como ha recordado en un certero artículo Charles Glass, la mera esperanza de que una potencia exterior vaya a acudir al rescate de una de las partes en conflicto, envalentona a ésta y le hace elevar sus exigencias para sentarse a negociar. Se ha visto este fin de semana durante la visita a Damasco del ex secretario general de la ONU Kofi Annan. Todos los medios informativos han destacado con razón el desaire del presidente sirio a su mediación, pero también el representante del Consejo Nacional Sirio la había rechazado de antemano.

Cuando las posiciones están tan alejadas, el mediador tiene una tarea imposible a no ser que quienes respalden su esfuerzo remen todos en el mismo sentido, como sucedió en Yemen. De momento, no es el caso, tal como explica Sami Moubayed, un analista sirio que escribe desde dentro de Siria. Pero si de verdad se quiere ayudar a los sirios, sería útil que rusos, árabes y estadounidenses (tengo la sensación de que los europeos pintamos poco en esta película) se coordinaran y convencieran a todos los implicados de que la única salida sensata es una reconciliación entre los sirios, de que no van a respaldar a unos frente a otros que al final es lo que da alas a su maximalismo.

Ya sé que a muchos les parecerá utópico. En Twitter, Fédor Quijada me ha preguntado “qué opinarán los sirios cuando sepan que se va a negociar después de la masacre ocurrida”. He encontrado la respuesta en el artículo de un bloguero o bloguera sirio (Amal, nombre de mujer, es un seudónimo) que constituye un homenaje a los activistas que defienden la vía pacífica.

Durante mi viaje a Siria el pasado noviembre, cuando ya se desvanecía cualquier esperanza de un arreglo negociado dentro del país, llegué convencida de que la mayoría de mis amigos estarían entusiasmados con la revuelta. Me di de bruces con una realidad mucho más compleja. Estaban divididos. Incluso en la misma pandilla y hasta dentro de la misma familia.

“En Occidente os habéis hecho una idea romántica de las revueltas árabes como la lucha contra la tiranía de unos jóvenes blogueros sin más armas que sus ordenadores, pero las cosas son más complicadas. No es una cuestión de blanco y negro, de buenos y malos. Hay muchos matices de gris”, me espetó un colega al ver mi cara de sorpresa cuando descubrí que no apoyaba las protestas. No estaba hablando con un hombre del sistema. Mi interlocutor siempre había sido muy crítico con la dictadura de El Asad".

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