El póker persa

El periodista Javier Martín reflexiona sobre las elecciones iraníes "Parlamentarias 2012: el póker persa" en su blog. Este viernes los iraníes están llamados a las urnas para elegir el nuevo Parlamento.

"En un somero artículo sobre la aún no sobrevenida Primavera Árabe, publicado el junio de 2011 en la revista Foreign Affairs, el sociólogo estadounidense Jack Goldstone, experto en movimientos sociales y política internacional, argumenta que para que una revolución culmine en éxito deben concurrir cuatro circunstancias: que el gobierno haya perdido toda credibilidad y parezca tan injusto e incompetente como para ser visto como una amenaza para el futuro nacional; que las elites -especialmente las castrenses- se sientan tan desafectas a la dirección política que obvien su defensa; que un amplio y heterogéneo sector de la población se movilice; y que los poderes internacionales eviten defenderlo o impidan que recurra a la fuerza para salvarse.

Hasta la fecha, sólo una de estas condiciones se vislumbra en Irán, país que se halla inmerso en una compleja encrucijada con cierto aroma a estertor de una era. Flanqueado por vecinos tan poderosos como hostiles, y estado-médula de una región todavía clave en el cada vez más amplio tablero planetario, sufre desde hace un lustro una severa presión internacional, enraízada en el pulso que mantiene con Arabia Saudí por erigirse en potencia regional, en su obstinada enemistad con Israel y en la sospecha que albergan las grandes naciones occidentales de que su controvertido programa nuclear civil oculta, en realidad, una vertiente bélica clandestina.

El resto de condiciones, aunque no es descartable que se precipiten en un futuro no demasiado ontano, no son, a día de hoy, más que un anhelo inconcluso. Es cierto que el gobierno que preside el polémico Mahmud Ahmadineyad concita más detractores que camaradas, pero su confusa política económica y sus delirios nacionalistas no parecen suponer aún una amenaza definitiva para la estabilidad nacional; y aunque las críticas a la gestión del líder supremo se multiplican, su posición al frente de la cleptocracia religiosa-militar se percibe todavía sólida.

El ayatolá Alí Jameneí parece manejar aún con soltura los intrincados hilos de una sociedad que sabe cainita. Existen, igualmente, divergencias abisales en el seno de las fuerzas de Seguridad -en particular en la cúpula de la todopoderosa Guardia Revolucionaria- y en la casta religiosa, pero están aún lejos de llegar a horadar el núcleo del sistema. Y aunque una destacada parte de la población aprovechó un instante de duda en 2009 para protestar y exigir cambios, la brutal y cruel represión del régimen -tanto física como psicológica- ha enterrado en sangre y miedo muchas esperanzas.

En este ambiente enrarecido, en el que se entreveran el hosco bramido de los tambores pre-bélicos y los susurros traicioneros de la conjura, el riesgo de una poco probable confrontación bélica y el debate de sordos en torno a la posibilidad de que Irán adquiera la bomba atómica han relegado a un segundo plano el ruido de sables que atruena en torno a los comicios parlamentarios previstos para el próximo 2 de marzo, pese a que los analistas los contemplan como cruciales para el futuro a medio plazo de un régimen en el que cada vez se perciben fisuras más evidentes.

En superficie -y una vez confirmado el boicot del vapuleado movimiento pseudo reformista verde, cuyos líderes, el ex primer ministro Mir Husein Musavi y el dos veces presidente del Parlamento, el clérigo Mehdi Karrubí, siguen aún sometidos a un férreo arresto domiciliario- la elección de la novena Asamblea desde la constitución de la República Islámica se proyecta como un nuevo asalto en el combate fratricida que desde hace meses disputan la facción más retrógrada y ultraconservadora del sistema -heterogénea en torno al líder supremo- y la nueva generación de los llamados “pragmáticos”, que abandera Ahmadineyad.
Un duelo de titanes que se dirime a tumba abierta desde que el mandatario -que se siente legitimado por su apabullante y controvertida reelección- aprovechara el polémico triunfo electoral para intentar introducir un ambicioso plan de reforma política y económica que apunta a los cimientos de la teocracia fundada en 1979 por el carismático gran ayatolá Rujolá Jomeini, y en particular al poder de los clérigos.

Pocos meses después de su discutida victoria, y una vez apaleado y acallado el clamor popular contra un resultado tildado de fraudulento- Ahmadineyad presentó ante la Cámara un proyecto para suprimir los subsidios a los productos básicos -instaurados hace tres décadas por el propio precursor del actual estado- y sustituirlos por un enrevesado sistema de compensaciones que en principio englobaba a toda la sociedad pero que a la postre no ha servido para atajar la pobreza y sí para hundir más el precario nivel de vida de las clases medias. La propuesta se topó, desde el principio, con la firme oposición del Parlamento, liderada por el propio presidente de la Cámara, Alí Lariyaní, ladino político y capo de una de las familias más influyentes del país, además de hombre cercano al líder supremo. Durante casi un año, diputados conservadores o “principalistas” lograron bloquear la reforma y sacaron a la luz una batalla interna que hasta entonces latía soterrada. Sólo la intervención directa del propio Jameneí -quien ordenó que se aprobara la reforma- puso punto y seguido al conflicto.

Desde entonces, y en aparente paradoja, la máxima autoridad iraní se ha alejado gradualmente del mandatario -al que apoyó en la trifulca electoral pese a que las irregularidades eran patentes- y deslizado su amparo hacia los sectores conservadores más beligerantes. Fuentes cercanas al entorno del líder supremo aseguran que la principal preocupación de Jameneí es el deterioro paulatino de la economía, y que el fracaso de la reforma de los subsidios -que también decidió avalar pese a las advertencias de su camarilla- ha multiplicado esa inquietud y la desconfianza hacia Ahmadineyad, cuyas políticas han comenzado a minar, asimismo, su imagen y prevalencia.

Las tensas relaciones entre ambos llegaron a punto de inflexión en mayo del pasado año, fecha en la que el gran ayatolá hizo uso de sus omnímodas prerrogativas para obligar al mandatario a restituir en el gabinete al ministro de Inteligencia, Heydar Moslehi -único clérigo del Ejecutivo-, al que dos horas antes Ahmadineyad había obligado a dimitir. Durante los siguientes nueve días, el presidente desapareció de la escena pública, e incluso obvió asistir a dos consejos de ministros seguidos, en un reto público al máximo poder sin parangón en la historia de República Islámica [...]".

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