¿Guerra civil en Siria?

Hace diez días publiqué en El Correo este artículo sobre la deriva siria hacia la guerra civil. Sigue conservando, a día de hoy, su vigencia:

La historia se repite una vez más. Bashar al-Asad parece no haber extraído ninguna lección de la Primavera Árabe ni tampoco de los derrocamientos de sus colegas tunecino, egipcio y libio. Como si no hubiera sucedido nada en el mundo árabe en estos últimos doce meses, el presidente sirio sigue reprimiendo con extrema violencia a todos aquellos que salen a las calles para pedir reformas democráticas. El tiempo, sin embargo, juega en su contra.

Como Ben Ali, Mubarak o Gadafi, al-Asad vive alejado de la realidad y es incapaz de comprender la magnitud de los cambios que se están dando en la calle árabe. En sus apariciones públicas se muestra confiado en que acabará ganando el pulso a los manifestantes y en que, tarde o temprano, las aguas volverán a su cauce. En una reciente entrevista publicada por ‘The Sunday Times’ afirmó que la única vía para acabar con la revuelta «es buscar a la gente armada, perseguir a los bandidos, impedir la entrada de armamento de países vecinos, así como prevenir el sabotaje mediante el refuerzo de la ley y el orden». Todo parece indicar, pues, que el presidente al-Asad confía en que la revuelta popular se desvanezca por arte de magia y que el régimen salga finalmente airoso.

No obstante, esta particular lectura de la situación no coincide con la realidad sobre el terreno. Todos los actores regionales consideran que el régimen sirio está herido de muerte y que su caída tan solo es cuestión de tiempo. Las únicas incógnitas que faltan por despejar son el cuándo y el cómo. Si bien es cierto que el régimen sigue conservando respaldos significativos entre las fuerzas armadas, las clases medias urbanas y los comerciantes, también lo es que la violenta represión ha provocado que el malestar se haya extendido con rapidez por todo el país. En un primer momento, los focos de descontento se concentraban en zonas rurales especialmente afectadas por la política neoliberal adoptada por Bashar al-Asad y, cómo no, por una sequía sin precedentes que provocó que el porcentaje del PIB que generaba la agricultura pasara, en tan solo una década, del 28,5 al 18%. Hoy en día, las grandes ciudades del país se han sumado a la revuelta popular (incluidos los suburbios de Damasco y Alepo), lo que parece indicar que el tiempo se agota para Bashar al-Asad, que contempla impasible cómo su imperio se desmorona sin poder evitarlo.
Tampoco queda claro cómo caerá el régimen y el precio que tendrá que pagar el pueblo sirio por su libertad. A pesar de sus diferencias, tanto el Consejo Nacional Sirio como los Comités de Coordinación Locales coinciden en la necesidad de mantener la revuelta pacífica y rechazan su militarización. Lamentablemente, el Ejército Sirio Libre, bajo cuya bandera combaten cientos (o quizás miles) de desertores, ha intensificado en las últimas semanas sus emboscadas contra las tropas leales al régimen provocando centenares de víctimas. Los más peligroso de la situación es que este ejército no tiene una jerarquía clara, lo que da la impresión de que está fuera de todo control y que tiene su propia agenda. En el caso de que alguno de los países vecinos decidiera ofrecerles ayuda militar, la situación podría conducir a una guerra civil de baja intensidad mucho antes de lo que imaginamos.

Otra de las opciones barajadas es una intervención militar extranjera. La OTAN ya ha mostrado, por activa y por pasiva, su rechazo a esta opción subrayando las profundas diferencias existentes entre Libia y Siria. Además, el Consejo de Seguridad no aceptará nunca dicha intervención debido al veto de Rusia, que ha ordenado a su flota que se dirija al puerto de Tartus para dejar claro que no dejará caer a Bashar. Tampoco la oposición siria ha hecho ningún llamamiento en este sentido, aunque sí se ha manifestado a favor de la creación de zonas de exclusión aérea para impedir que se bombardee a la población civil. En más de una ocasión, Bashar ha advertido de que una intervención militar desestabilizaría la región entera, pero es altamente improbable que una Siria agonizante pueda convencer a sus aliados regionales (los ayatolás, Hezbolá o Hamás) para que se inmolen de manera colectiva sacrificando sus respectivas agendas domésticas en Irán, Líbano y la Palestina ocupada.

Frente al inmovilismo de la comunidad internacional, la Liga Árabe ha adoptado un papel central en la crisis siria. Su iniciativa diplomática prevé el envío de 500 observadores al país para verificar el alto el fuego e impedir nuevas violaciones de los derechos humanos, así como la retirada de los militares de las calles y la liberación de los presos políticos. Por el momento, la Liga Árabe ha suspendido a Siria como miembro de la organización, pero podría ir mucho más allá retirando a sus embajadores (de hecho, ya hay varios países que han dado ese paso) e imponiendo sanciones comerciales (lo que tendría un efecto devastador sobre la alicaída economía siria). Turquía, que junto con Francia y Catar está teniendo un papel protagónico, también está dispuesta a congelar sus intercambios comerciales (que representan 2.500 millones de dólares anuales), pero se resiste a encabezar una coalición militar contra su antiguo aliado (tal y como pretenden los Hermanos Musulmanes sirios). El primer ministro turco Erdogan sabe que se juega mucho en la crisis siria y quiere utilizarla como trampolín para reforzar su presencia en Oriente Medio y, por qué no, erigirse en potencia hegemónica regional.

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